OMNIPOTENCIA NERD II (Supremacía)

Dos semanas después de dónde os dejé, el Comando Nerd estaba definitivamente formado. Tan sólo éramos doce elementos, diez «hombres» y dos mujeres, tan faltos de habilidad física como sobrados de la capacidad de persuadir. Nuestro propósito seguía siendo doblegar a la masa normal (y por lo tanto, no pensante) a base de sumir su ánimo en la más oscura de las alcantarillas. Debíamos aspirar al máximo, a que toda esa turba que nos había mirado con reprobación, obedeciera ahora cualquiera de nuestras órdenes tontilocas.

Al principio estaban consternados y rabiosos, sus minúsculos y convencionales cerebros no alcanzaban a entender que la mitad del barrio estuviera encerrada en su casa y la otra mitad estuviera llorando en las iglesias. Excepto nosotros, claro. Su depresión nos alimentaba y nuestra alegría les resultaba descorazonadora e incomprensible. Comenzaron a temernos; en cuanto veían u oían nuestras carcajadas huían a esconderse bajo el ala de sus mariditos, sus mamaítas y demás ralea. Muy poco tiempo tardamos en apoderarnos de las calles, nadie osaba asomar el hocico por nuestro territorio. El rumor de nuestro poder se extendió a otros barrios, cual «metástasis de la bajona» (así nos gustaba llamar al mal que creábamos) y el que osaba poner un pie allí, nos preguntaba confundido hasta que, una vez deprimido, reculaba hasta su barrio de mierda en una suerte de moonwalk frenético. Algunos (los menos) se unían a nuestro ejército. Ellos lo sabían, nosotros lo sabíamos. ¿Qué nerd no viene de serie con detector de nerds? Sólo un mes después, ya éramos 100 pardos diabólicos, todos bajo mi tutela, todos con pensamiento e ideas propias pero sin cuestionar un ápice mi supremacía. Estábamos listos para el asalto, ávidos de venganza y poder. Teníamos un plan.

Debatimos largamente cuál debía ser la estrategia (finjo ser un líder condescendiente) pero finalmente hicimos lo que se me puso a mí en la punta del rabo. Tener a nuestros enemigos encerrados en sus casas y mi experiencia previa como vendedor de mantas zamoranas a puerta fría me dio una idea deslumbrante. Mi comando se repartiría por todo el barrio, de uno en uno, vestidos con traje y corbata y con una carpeta bajo el brazo. Nada más. Llamarían casa por casa, hasta conseguir introducirse en ellas. Fue extremadamente fácil, nuestro enemigo se hallaba extremadamente débil, habíamos hecho un buen trabajo previo. La excusa para entrar no era otra que la salvación, la solución a sus males, lo de siempre. Una vez dentro, mis secuaces les explicaban el proyecto que habíamos ideado para ellos: Todos y cada uno de ellos iban a participar en una película de género pornográfico. En diferentes roles, lógicamente. La gente entre 18 y 50 serían actores. Los ancianos no (no estamos tan locos), los ancianos serían mano de obra gratuita, esclavos que servirían para acarrear con los focos, las cámaras, etc. Y los niños tampoco actuarían (no queríamos problemas con la ley), los niños serían el equipo técnico: director de fotografía, director de arte, técnicos de sonido… ¿Y el director? Seguramente pensáis que sería yo, ya que era el creador de tan mastodóntico proyecto. Una vez más, os equivocáis. Eso sería demasiado previsible y no tan estúpido como parece. El director no sería otro que el ganador del Óscar a la mejor película extranjera en 1982: Don José Luis Garci. Íbamos a hacer un «peli de Garci» pero de follar. El proyecto de los proyectos. El antes y el después de un cine español languideciente, anquilosado en sus deleznables vicios de corrección política. Ahora faltaba convencer a Garci. Y rodar el falso documental de todo el proceso para incluirlo como easter egg en la edición especial en Blu-Ray de mi obra maestra. De esa, en apariencia, más complicada tarea, me ocuparía yo personalmente…

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