Mi novia me dejó. Dos años de relación, sin duda los mejores de mi vida. Una buena mujer, inteligente, bellísima y mil virtudes más, la más relevante de todas, la paciencia. Pero comprobé que no era inagotable. Un año de convivencia y un mal día, se hartó, no aguantó más. Bien saben los que bien me conocen que sigo enamorado de ella. Aunque los más hirientemente sinceros me han dicho que la comprenden, que ellos hubieran hecho lo mismo. ¿Que qué es lo que hice? Muchas cosas, pero la culpa la tuvo un elemento desestabilizador venido desde mi infancia, escondido en la maleta que hice cuando ella y yo nos fuimos a vivir juntos, a pesar de que revisé todo cientos de veces, incluso me aseguré de haberlo tirado a la basura. Pero llegamos a nuestra nueva casa y cuando ya estaba deshaciendo las maletas y colocando mis pertenencias, lo hallé. El muy hijo de puta había conseguido volver a colarse en mi vida con el fin de reventar mi relación. Conocía sobradamente el poder de atracción que ejercía sobre mí. No tardó en utilizarlo. Era noviembre, mi primera ducha en el piso, en un día gélido y para más inri aún no teníamos calefacción. Estaba solo en casa, ella estaba trabajando, sabía donde estaba escondido, pero debía ser fuerte y resistir. Sus planes no eran los mismos y cuando me estaba secando el pelo con la toalla, lo vi, sobre el mueble de baño. Estaba tan resplandeciente como siempre, con su seductor naranja ochentero, parecía que incluso me estaba mirando a los ojos, a pesar de que no tenía. A ese nivel de calientapolleo llegaba mi secador de pelo, el muy calientapollas.
No pude resistirme y lo usé, lo encendí (y él a mí). Volví a dejarme llevar por su sensual calidez, por su ensordecedor a la par que embriagador sonido de baja frecuencia. Me sumergí por enésima vez en ese relax casi opiáceo, donde se colaba la euforia, la nostalgia de buen rollo, tantas y tantas emociones. Una hora duró mi trance, cuando desperté de mi ensoñación fue para darme cuenta de que llegaba media hora tarde a trabajar. Ya empezaba a condicionarme, hasta que no pudiese renunciar a él no podría volver a ducharme por la mañana. Pero eso a su vez me creaba otro problema. Debía ducharme por la noche y mi sesión de secador, inevitablemente coincidiría con las únicas horas del día en las que veía a mi novia. Cómo reaccionaría ella al conocer mi afición favorita? Pues esa misma noche se lo expliqué. Y sorprendentemente no se lo tomó mal, ya he dicho antes lo maravillosa que es. Incluso le hizo gracia, me dijo algo así como: «Qué mal estás de la cabecita» dicho esto con toda la dulzura del mundo. Simplemente me dejó hacer. Esa primera vez fui comedido, no más de media hora y ella al final me preguntó interesada:
MI EX: ¿Y qué sientes exactamente cuando lo haces?
YO: Pues es difícil de explicar, pero aparte del puro placer físico que me proporciona, es la forma más real en la que puedo retrotraerme a la infancia y sabes que lo intenté muchas veces con la droga.
MI EX: Ya sabes que eso no me gusta nada… Pero ¿por qué dices lo de la infancia?
YO: Porque me siento como cuando de pequeño me secaba el pelo mi madre, mientras escuchaba en el radiocassette mi cinta grabada de Madonna y cenaba un bocadillo de morcilla patatera.
MI EX: Eso es muy tierno…
YO: Gracias bonita. Es que es como si me sintiera en armonía con todo, como si ese calor y ese sonido restablecieran el equilibrio perdido del mundo. Que el pelo se seque antes es sólo una excusa.
MI EX: Bueno, pues si te hace tan feliz, sigue haciéndolo. Lo que me sorprende es que no me lo hayas contado antes.
YO: Entiende que es algo muy raro, no es fácil de confesar, tenía miedo de que me tomaras por un loco…
MI EX: ¡Pero sí eso ya lo tengo clarísimo! Jajaja.
La pobre no sabía bien hasta que punto llegaba mi chifladura. Darme vía libre no fue una buena idea por su parte, porque a partir de ahí, empecé a pasar más tiempo con él que con ella. Si ella estaba mirando internet, yo estaba en el sofá aplicándome el secador. Si ella estaba en el sofá, yo estaba mirando internet aplicándome el secador. Llegó nuestra primera factura de la luz: 300 euros. La pagué yo, eso no me detuvo. Lo que detuvo fue nuestra vida social, porque no tenía dinero para salir a cenar, ni ir al cine, ni quedar con los amigos. Y para ser sincero tampoco tenía ganas, prefería quedarme en casa al calor del secador y del amor de mi chica. Un sábado en el que ella estaba viendo una peli en la tele y yo estaba dándome una sesión especialmente placentera, se me ocurrió una idea que para mí era sublime. Fusionar placeres. Le pedí que me la comiera mientras me secaba el pelo. Se negó. El morbo que me provocaba a mí era inversamente proporcional al que le provocaba a ella. Me enfadé, ahora sé que de forma absolutamente injustificada, pero en ese momento me dio mucha rabia no salirme con la mía. Pasaron los meses, las facturas aumentaban, cuando practicábamos sexo yo lo dejaba puesto de fondo, suponiendo que ella no se iba a dar cuenta, pero se desconcentraba y se levantaba a apagarlo, lo que me enfadaba y me desempalmaba. Acabé por acostarme con ella y con el secador, ella se dormía y yo seguía con mi secador. Y muchas noches con una mano sujetaba el secador y con la otra mi pene. Me masturbaba enternecido y mientras la veía dormir y me sumergía en mi fusión de sensaciones. Pero una noche, mi orgasmo la despertó. No se creyó que ese disparo de esperma no iba dirigido intencionadamente a su cara, que no lo pude controlar. Me pongo en su lugar y no debe resultar agradable sentir un impacto de lefa en la cara, abrir los ojos y que allí esté tu novio con los ojos desorbitados, la polla en una mano y el secador en la otra. A la mañana siguiente me puso en el temido brete: «O él o yo». Yo argumenté que me parecía injusto, que no podía hacerme eso, que sabía lo importante que eran los dos para mí, que si lo hubiera hecho con un amigo o con mi padre no lo habría dudado y la hubiera elegido a ella, pero que el hecho de que lo hiciera con el secador me parecía un chantaje inaceptable. Se fue a trabajar y cuando volví, sus cosas ya no estaban. Mi reacción instintiva fue buscar el secador donde lo había dejado, por temor a que se hubiera deshecho de él en un brote vengativo. Pero no, ya he dicho antes que era maravillosa. El secador estaba en casa, no donde lo dejé, sino en la cama, apoyado en el lado de la cama que hasta la noche anterior le había pertenecido a ella. Estaba encantador, arropadito. Tan cotidiano y a la vez tan sexy. ¿Lo había colocado ella ahí a modo de mensaje o era él el que por iniciativa propia había ocupado su lugar?. Nunca lo sabré, pero cuando me acerqué a él y lo encendí, una enorme y algo maliciosa sonrisa iluminó la habitación.